Antes de ponernos a pensar en cómo debería ser el mundo ideal, miremos hacia dentro de nosotros mismos. ¿Qué es lo que nos separa de nosotros y, por ende, de los otros? ¿Qué hábitos hemos construido para lograr seguridad, que nos impiden vivir plenamente? ¿Qué herencia arrastramos de nuestra historia, de nuestras vivencias tempranas, que nos impide fluir y confiar en la vida?
Así pues, lo primero que nos planteamos antes de educar a otra persona es mirar en nuestro propio interior y ser conscientes del camino recorrido, de nuestros dones y limitaciones. Si sabemos quiénes somos, y lo aceptamos, es más fácil poder aceptar lo que el otro es.
Los niños y niñas tienen un gran potencial en relación con la conciencia, con la forma de percibir el mundo y con su modo de aprender. Más que enseñar, se trata de no interferir en su proceso, confiar en que aprenderán aquello que necesiten y desarrollarán aquello esencial para sus vidas. Sentimos que si son respetados y apoyados en sus procesos de aprendizajes con su forma y sus tiempos podrán ser auténticos, creativos y libres.
Uno de los cuestionamientos que suele acompañar a la educación viva y consciente es si se adaptarán a otros contextos educativos y sociales más tradicionales, si aprenderán lo que necesitan para su vida.
La mayoría de nosotros no vivimos en nuestra infancia con respeto, libertad y autonomía para decidir sobre nuestro aprendizaje y sobre nuestras vidas.
A lo largo de la historia, la educación se ha caracterizado por imponer al niño/a lo que tiene que hacer y aprender, desconectandolo de sí mismo y poniéndolo al servicio de los intereses de un sistema violento con las personas en particular y con la vida en general.